En el año 2008 hice mi primer viaje a Grecia, fue el primer reencuentro con la Antigüedad y un
sueño cumplido de mi juventud. Desde que puedo recordar he sentido una profunda
admiración por los antiguos griegos y las maravillosas expresiones de su arte,
su cultura, filosofía, teatro…
Uno de mis primeros intentos frente a la máquina de escribir
fue una novela corta acerca de la tragedia griega. Estaba en mi primer año de
estudios de Arte, en la Universidad Central y la asignatura de Estética me
había cautivado; era mi primer encuentro con el pensamiento griego y la belleza
de las formas que este pensamiento dio a luz.
La novela breve tenía como marco la imagen de un cuadro que
reposaba sobre la mesa del teléfono en la que fue la casa de mis padres en
Venezuela. Era la imagen de Irene de Monet, una copia serigrafiada que
llevaba varios años en la familia. Se trataba del retrato del perfil de una
joven pelirroja; aquella mirada triste y angelical me contaba sus sueños desde
una ventana.
Desde la ventana a través de la cual el personaje de aquella
historia observaba su universo, un universo mítico, en la remota Creta. Entonces, vinieron los estudios de
la historia de aquella isla mítica, la investigación de los dioses y de la mitología cretense; el Minotauro, el Laberinto. Y el hilo de Ariadna. Poco a poco, fue hilvanando la
trama a través de los ojos de Irene. Así nació Las Columnas de Minos.
El resultado fue aún más trágico de lo que esperaba; era mi
aventura en aquella antigua manera de narrar. Pero muy nueva para mí. Yo me
dedicaba a explorar y a ensoñar a través de la niña pelirroja del cuadro, como
si yo fuera ella y empezara a recordar mi procedencia. De hecho, años después
de escribir el piloto retomé la historia y le di nuevos giros, desarrollé los
personajes y me sumergí un poco más en el teatro griego. Leí a Sófocles, a Esquilo, Aristófanes…
No buscaba ni pretendía nada más que contar lo que la niña
pelirroja veía a través de su ventana, y resultó un largo periplo hasta la
arcana Grecia. Todo lo mítico y heroico
que permanecía dormido en los clásicos, comenzó a despertar en la historia y a
hablarme. Yo realmente, buscaba adentrarme en ese universo mágico donde los
dioses y los hombres todavía compartían la tierra.
Mi viaje a Grecia
sucedió mucho tiempo después; pero aún persistían dentro de mí los ecos de
aquella voces míticas: las del Minotauro
herido en el laberinto y las de
Arcadio –el protagonista de aquella historia-; un hombre que se encontró más allá en la convivencia con los
dioses, sin traspasar el velo de la muerte.
La historia concluyó en tragedia
como era de esperarse, pero algo traspasó ese límite y se convirtió en mito, como suele pasar en la historia griega. Y aunque no era mi
intención, en mi viaje a Grecia vi lo
que Irene estaba viendo a través de aquella ventana, con mis propios ojos: el
amplio Egeo extendiendo sus brazos
hacia el norte; la futura promesa de un nuevo libro años más tarde.
Me dediqué a pasear por Atenas
como lo hizo Pericles en la Edad de Oro, orgulloso de ser parte de
la polis más amada por el Olimpo. Contemplé sus valles y colinas
con el inevitable eco de los héroes en las glorias de batallas pasadas. Admiré
sus frisos y catacumbas sabiendo que allí debajo yacían los hijos de los dioses
y los héroes.
Con reverencia, contemplé el
Partenón cada noche desde la ventana de mi hotel, sabiéndole el testigo
memorable de antiguas edades preclaras. Y la voz profunda de Sócrates despertando la consciencia de
un pueblo joven y orgulloso. Así quería que fueran las memorias de Irene, como
las impresiones que surgieron durante mi viaje.
Y otras más llegaron a iniciar un nuevo juego, con La Verdadera Historia de Atlante. Antiguos
dioses griegos y semidioses creando nuevos mundos.
Volveré a Grecia
antes de partir de este mundo, porque en Grecia comprendí que mi casa es la
Tierra y que para los griegos –no importa si antiguos o nuevos-, si tu barco
atraca en el Pireo, ya eres griego.
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