Hoy me contaron que Nietzsche se volvió loco después de ver
cómo un hombre mataba a palos a un caballo en la calle. Y que después de
presenciar aquella escena, él se arrodilló y besó al caballo moribundo. Toda
esa historia me llegó como un balde de agua fría. Pero luego entendí algo que
todavía me dejó más sorprendida.
Friedrich Nietzsche
nació y vivió en la Alemania puritana del siglo XIX; fue una época de poderosos
cambios en ese país rotundamente imperialista; fue un período de
enfrentamientos y fragmentaciones intestinas que culminaron en una unificación
artificial de estados. Todo este clima de grandes reestructuraciones tuvo que
afectar por fuerza, el espíritu sensible de un artista como Nietzsche.
Y digo esto porque me puse en los zapatos del autor de Zaratustra;
como seguramente lo han hecho muchos artistas y escritores antes que yo. La
profunda sensibilidad del espíritu de Nietzsche
se puede entrever claramente en sus obras y sin embargo, aún así no dan cuenta
exacta del motivo por el que este hombre, filósofo y pensador singular, odió
tanto su tierra natal, Alemania.
Yo sólo soy capaz de figurarme una cosa; Nietzsche era
un alma empática y compasiva, capaz de sentir en su fibra interna la más
profunda desolación del alma humana. Y ese rasgo empático es inequívocamente,
un aspecto crucial que lo separó por completo de sus congéneres. Alemania nunca
fue históricamente conocido como un país generoso y altruista.
Todos conocemos bastante bien las dimensiones históricas de
esta absoluta ausencia de empatía, de la que lamentablemente han gozado los
alemanes. Y esta fue la ruina moral del escritor; fue señalado como loco, esquizofrénico y ve tú a saber cuántas
etiquetas más, por sus coetáneos, por el único crimen de no ser un robot sin
alma.
Lamenté profundamente haber conocido esta anécdota del
escritor, porque ahora entiendo cuánto se ha vilipendiado el nombre de mujeres,
escritores y artistas a lo largo de la historia, por esta falta de sensibilidad humana de aquellos que les
rodeaban. Puedo entender perfectamente su necesidad de soledad; porque no fue
otra cosa sino, el deseo de escapar de una sociedad decrépita y sin corazón.
Leí a Nietzsche por primera vez cuando apenas cumplía los
dieciocho años. No voy a decir que lo entendí a la primera porque quizás, era
yo misma demasiado joven e inexperta como para poder comprender a ciencia
cierta la profunda implicación de su genio. Pero su espíritu sensible que sigue
habitando entre las letras de su obra, hablaba alto y claro a mi corazón de
niña-artista.
El crimen de Nietzsche no fue su locura. Sólo los que no son
capaces de sentir pueden llamarse locos. Y este hombre adelantado a su tiempo,
sin duda supuraba pasión por todos los poros de su ser. Su crimen fue ser
diferente, no ser capaz de integrarse al modelo desquiciado y atroz de la
sociedad en que vivía. (Como no podemos hacerlo ninguno de los artistas
realmente sensibles).
No pretendo aquí señalar ni juzgar a nadie; de eso ya se han encargado con sobrada aplicación los cronistas e historiadores durante largo tiempo; dedicarse a contarnos una historia inventada por los vencedores de todas sus estúpidas e inútiles guerras.
Y esta fue también la denuncia de Nietzsche.
¿Cuánto hemos avanzado desde entonces, como humanidad? ¿Todavía seguimos
inventando nombres absurdos de enfermedades mentales que nunca existieron para
referirnos a personas a las que no somos capaces de comprender ni sentir? Me temo
que sí, muy lamentablemente.
Nos creemos que con las tecnologías y la ciencia somos
invencibles y que hemos superado todos los grandes retos de la humanidad. Nos
creemos una raza superior, nos creemos mejores que los animales. Nos creemos
tantas idioteces que a veces siento pena de ser humana…
Pero no pierdo las esperanzas. Aunque todos me señalen por la calle con el dedo y murmuren a mis espaldas ¡ella está loca! ¡A quién le importa caer en la locura, si ello significa liberarse de una vez por todas, de las cadenas de una sociedad tristemente enferma?
Como decía Aldous Huxley, en Un Mundo Feliz: ”Si uno
es diferente está condenado irremediablemente, a la soledad”.
Por fortuna, cada día somos más los locos que los normales.
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