miércoles, 10 de marzo de 2021

Tocando la fibra del alma

 


Cada vez que tomo contacto con la tierra – y no hablo en sentido figurado-, este encuentro elemental me trastoca de una manera metamórfica; me abstraigo por completo de lo que me rodea. Y no importa lo cansada que esté, si tengo un azadón  en las manos no puedo detenerme, es como si me salieran tallos y hojas por todo el cuerpo.

Hace relativamente poco me he dado cuenta de lo que en realidad, es importante para mí. No porque me dé importancia en el sentido de status o valoración externa, es más bien una conexión con lo que de verdad alimenta mi espíritu. Tocar la tierra, escuchar a la naturaleza en silencio; la suave brisa de primavera cimbreando las ramas de los árboles, el chisporroteo del agua de un riachuelo corriente abajo, el zumbido de una abeja…

Tocar la tierra y tocar las letras, o quizás permitir que ellas me toquen a mí desde adentro hacia afuera, como volutas de humo sonoro. Esta tarde cogí el azadón y limpié el jardín (no es el jardín de mi casa, pero eso no importa), al arrancar la maleza sentí en mis manos la misma sensación que siento cuando escribo, con bolígrafo o en el ordenador, ¡da lo mismo!

Es la sensación de tocar algo que está vivo aunque no lo parezca, tiene un sabor de otredad¸ y también de encuentro. Muchas veces a lo largo de mi vida me ha costado un arduo trabajo reconocerme a mí misma como escritora. Porque escritor es el que escribe y yo pasé tanto tiempo sin dejarme tocar por las palabras.

Y lo mismo me pasó con la tierra; ¿por cuánto tiempo estuve separada de ella? No lo sé. Probablemente, toda mi vida. Y hasta que no la toqué por primera vez no me di cuenta de lo importante que es para mí, y de cuánto nutre mi alma.

La primera vez que la toqué realmente fue en una clase de Modelado en la Facultad de Bellas Artes. ¡Qué sensación tan bulbosa y lánguida!, casi como tocar una serpiente dentro del agua y sentir que se desvanece entre los dedos. Lo que saliera de allí era -de toda la experiencia-, lo que menos importaba; y sin embargo, dejaba una huella.

Y cuando eso acabó algo dentro de mí pasó un tiempo llorando por su ausencia. Lo mismo que cuando dejé de escribir. Pero yo no podía reconocer aún aquella melancolía. Porque todavía no comprendía que todo esto es como un ritual de apareamiento; son los prolegómenos para la vida. Y sin estas pequeñas cosas, la vida no significa nada. Quiero decir, solamente pasa. Pero nada pasa.

Ahora que de alguna manera comprendí y empecé a escuchar al pájaro que entonaba su canto a lo lejos. O que me detengo a mirar el vuelo de tres halcones sobre mi cabeza y es como si el silencio viajara entre las nubes. Ahora parece que la vida se asoma de nuevo, a través de esa pequeña ventana. Y si yo miro ella empieza a jugar conmigo a través de las palabras. Y me siento alegre y risueña como una niña.

Eso es lo que había olvidado y me siento tan agradecida de poder recordarlo; el hecho de disfrutar el momento en que la vida sucede y no solamente, dejar que pase sin estar allí presente. Disfrutar de la sonrisa de un niño, del olor de la hierba mojada. Abrirme desvergonzadamente al goce de escribir, como si dejara abierta una ventana para escuchar el agua corriendo.

Sólo quiero decir pues, que si algo no toca mi alma no lo leo y no lo escribo. Porque escribir es como enamorarse, si este sentimiento está ausente ¿qué necesidad hay de complicarse la vida? Y si no puedo amar lo que escribo, si no puedo detenerme a contemplar el aleteo de una mariposa con la alegría inocente de un niño, entonces ya nada tendrá sentido.

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