Estos últimos días me han llevado en constante peregrinación por la costa azul de Francia; un lugar que admiro y estoy aprendiendo a apreciar y amar cada día más. Las historias de este peregrinaje me han llevado desde las costas de Mónaco en una montaña paradisíaca, hacia la ciudad ilustre de Niza y de regreso, a la hermosa villa de Istres, en Provenza.
Una despedida obligada de la montaña mágica cerca de Mónaco,
adonde los sueños que se cumplieron se
manifestaron como fuegos artificiales mostrando la impermanencia constante de la realidad, me llevó a enfrentar
nuevamente una decisión, visitar una ciudad nueva en busca de alguna ilusoria
posibilidad de trabajo. Fue así como unos amables extraños me abrieron las
puertas de su hogar, en Niza.
La fugacidad inevitable de la sensación ilusoria de un
tiempo que transcurre inexorable juega malas pasadas en la mente dormida. Mi
mente soñaba con tragedias míticas de transeúntes olvidados a un lado del
camino. Y las lágrimas se desbordaron sobre mis manos, en sueños y esperanzas
rotas. El viaje enseña al viajero a despertar si éste es capaz de reconocer el
sueño.
Yo buscaba un aliado en alguna parte, y desde la pantalla
inmaculada del sueño en el que creemos estar despiertos, los personajes algunas
veces me escuchan y me hablan. Y así puedo tener la reconfortante ilusión de
conectar con una presencia externa; que no es otra cosa que mi propia voz
interior y los contenidos ocultos de mi niño interno. Ése que a veces, quiere
jugar, y otras, sólo quiere llorar en los brazos de su madre.
A veces, es la voz del Maestro que se atreve a musitar sus
cantos de sabiduría a través de los labios sonrientes de un extraño marinero
que encontró su hogar en tierra, después de que su barco se hundió tiempo atrás,
en aguas de cobalto. No importa, no hay otro. En el sueño la proyección siempre
se muestra diversa, pero el mensaje viene de la fuente eterna y esta es una
sola, sin importa cuántas caras nos muestra.
Si el viajero no descifra el mensaje, es posible que tampoco
sea capaz de despertar de su sueño; a pesar del deseo insoslayable de viajar
más allá de los rieles del tren y de sus propia quimeras. El deseo no es
suficiente, sólo es la puerta para nacer en el mundo de los durmientes.
Desde Niza un nuevo pájaro comenzó a cantarme. No era el
pájaro de la oportunidad, este fue el que atrapé en las playas pedregosas de
esta maravillosas ciudad. Fue de regreso a Istres, como si regresara a casa, a
la familia, a un lugar donde alguna vez tuve un hogar, aunque no lo recuerde.
El pájaro estaba allí en la estación del tren. Recuerdo
muchos pájaros en mi vida en especial aquel Pájaro
que anuncia la Presencia-ese
pájaro voló conmigo por muchos años. Y algún día contaré esa historia, otra
vez-. Pero este pájaro no es una metáfora, es real tan real commo puede parecer un sueño con plumas, que canta.
Me hizo sonreír. La primera vez me asustó, porque voló
atónito hacia mí como si me llamara la atención: ¡escucha, mira! ¡Soy yo, el pájaro! Y vino tres veces a posarse: sobre
mi pie, la primera; en mi mochila después y al final, picoteando sobre mi brazo.
Y luego, lentamente se quedó dormido, como si ya me hubiera dicho todo lo que
tenía que decir. Se durmió en un sueño de pájaro y yo pude, por un instante,
sentir el peso de sus huesos vacíos.
Después de un tiempo me pregunté cuál era su mensaje. La
respuesta no vino de inmediato. Cerré los ojos y escuché su canto. “No tengas miedo –decía-. Mírame, yo soy pequeño y no temo nada”.
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