Recuerdo cuando estudié el tema por primera vez en la
universidad en una clase de Estética.
Ya los griegos se habían dedicado a desmenuzar esta antigua trama a través del
teatro y de sus obras trágicas. Para los griegos
esta dicotomía se resolvía con la danza entre la extraña pareja divina de Apolo y Dionisos.
Sólo para aclarar los términos, Apolo representaba la luz,
la armonía y la belleza sobria. Mientras que su hermano Dionisos era el dios
del éxtasis, la desmesura y la pasión sin freno. Son las dos polaridades
omnipresentes, los principios de luz y sombras en la tragedia griega. La eterna lucha entre los dos principios
opuestos, los dos hermanos divinos.
Sin embargo, para los griegos la actividad de estos dos
principios no estaba relacionada con la moral de la misma forma en que se la
entiende en la cultura occidental moderna de nuestros días. Los filósofos griegos abordaron la cuestión
del bien y el mal desde una perspectiva más bien terapéutica. Se buscaba
comprender cómo obraban las fuerzas impersonales y universales (los dioses) en
la vida de los pobres mortales.
Para explicarlos se crearon tragedias como Edipo
Rey o Antígona, en donde sus
protagonistas son enfrentados a una decisión ineludible que va más allá de lo
moral o ético y nos plantea la cuestión de hasta dónde es capaz de llegar la
naturaleza humana arrastrada por estos principios supra-humanos.
En los griegos, el mal es la desmesura. Pero no se trata de
un mal moral, tanto como de una situación de desequilibrio del orden que abarca
la totalidad del universo. El mal o la oscuridad que representaba Dionisos,
tenía un espacio y una actividad que le era propicia en su ciclo del año; pues
hay que recordar que al llegar la primavera se celebraba la entrada de Dionisos
con su séquito y los griegos eran muy proclives a celebrar grandes fiestas
orgiásticas en honor a su dios de la desmesura.
De modo, que en ese momento del año, la oscuridad –que no
era tal-, aparecía como un joven blandiendo el tirso y bebiendo vino con sus
ninfas desnudas, sin el menor ápice de pudor. Y los griegos lo celebraban de la
misma guisa, honrando este principio en sus vidas. Pero cuando terminaba el
ciclo de Dionisos, daba paso a un período de reordenamiento y armonía de las
formas.
Era el tiempo de Apolo, de las leyes, de la música (no de la
música estridente; sino más bien, los sonetos y las melodías cadenciosas), la
belleza sobria y comedida. La naturaleza humana volvía su orden preestablecido,
anterior a las festividades de la embriaguez. Se respetaban las leyes, o se
hacían respetar. En fin, Apolo regía la medida correcta.
En Grecia los
hombres que no se plegaban a la ley podían tener un fin nefasto; recordemos
cómo Atenas le dio cicuta a Sócrates
como bebida de despedida.
¿Cómo podemos crear luz y sombras con el mismo equilibrio
natural que lo hicieron los griegos en sus obras?
Mis protagonistas y antagonistas de la Trilogía de Arcana no son personajes planos, tienen un argumento
tras sus acciones, una pasión que les mueve a actuar, una historia; y esa
historia corresponde a un ciclo; la secuencia orgánica de eventos regidos por
fuerzas impersonales. O por los mismos dioses.
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